Hace poco tiempo, recibí en mi consulta a un paciente anciano, que se quejaba de dolor y parestesias en el brazo derecho, y que me remitía un colega para realizarle un estudio electromiográfico. Como resultado de dicho estudio, lo diagnostiqué de un problema de columna cervical, concretamente una radiculopatía de probable origen compresivo. Mientras esperaba los resultados del informe el paciente leyó unos panfletos de ELA Jaén que tengo en la sala de espera. Cuando lo avisé para darle su informe, se dirigió a mí cariacontecido y, enseñándome el panfleto me dijo: “doctor, creo que yo padezco esta enfermedad”.
Me senté con él y le pregunté por qué pensaba tal cosa, y me dijo que tenía los mismos síntomas: falta de fuerza en la mano, cansancio y ligera dificultad para hablar. Por supuesto, yo había descartado de lejos la posibilidad de tal diagnóstico, tanto por mi observación clínica como por la electromiografía, y lo tranquilicé diciéndole que no había signos que hicieran pensar en tal eventualidad, al menos en el momento actual, y que muchos síntomas, algunos de ellos que reflejan simples cambios con la edad, coinciden con los descritos para la ELA.
Me senté con él y le pregunté por qué pensaba tal cosa, y me dijo que tenía los mismos síntomas: falta de fuerza en la mano, cansancio y ligera dificultad para hablar. Por supuesto, yo había descartado de lejos la posibilidad de tal diagnóstico, tanto por mi observación clínica como por la electromiografía, y lo tranquilicé diciéndole que no había signos que hicieran pensar en tal eventualidad, al menos en el momento actual, y que muchos síntomas, algunos de ellos que reflejan simples cambios con la edad, coinciden con los descritos para la ELA.
Un colega mío me contaba como algún médico, en el área hospitalaria, usaba inadecuadamente el término de enfermedad de neurona motora en sus hojas de petición de exploración electromiográfica, para expresar la sospecha de radiculopatía o miopatía, con la consiguiente alarma cada vez que se recibía un volante del mismo, que por ser extranjero, usaba una nomenclatura errónea para la sospecha de afecciones que nada tenían que ver con la ELA.
Estas anécdotas dan luz sobre la dificultad del diagnóstico inicial de la enfermedad de neurona motora. El inicio insidioso, a veces afectando sólo a la fuerza de los músculos de las manos, o simplemente como una dificultad para hablar, obliga a un diagnóstico diferencial en el que primero tienden a contemplarse otras enfermedades más frecuentes y, como es lógico, tratables.
La lista de enfermedades a considerar en el diagnóstico diferencial de ELA es interminable, incluyendo atrofias espinales, miastenia, siringomielia, neuropatías crónicas, etc., siendo el espectro muy amplio. Pero la dificultad más inicial radica en la diversidad de síntomas, desde tropiezos frecuentes o caída de objetos de la mano, fatiga (síntoma de lo más inespecífico) hasta alteraciones del habla, que llevan al inicio de un proceso diagnóstico complejo, que puede ralentizarse por muchos motivos tanto en atención primaria como en especializada. La transición desde la consulta del médico de familia hasta la atención hospitalaria es crucial, en cuanto que puede perderse un tiempo valioso en pacientes de evolución rápida.
En pacientes ancianos, el diagnóstico puede ser aún más difícil por la superposición de patologías y por los cambios propios de la edad avanzada.
Otro problema sobreañadido que dificulta el diagnóstico precoz es el de la ausencia actual de un marcador validado para la ELA (aunque se investiga en ello, como nuestro amigo Mario nos refiere en el post anterior), es decir, de un análisis o prueba complementaria que diagnostique de forma absolutamente específica la enfermedad, y que lo haga incluso antes de que aparezcan los síntomas, o al menos cuando éstos sean aún muy vagos.
Tampoco existen en nuestro medio unos factores de riesgo que orienten la sospecha diagnóstica. Por otra parte, el médico de atención primaria y el especialista tienden a contemplar muchos diagnósticos antes que establecer el de una enfermedad rara y sin tratamiento, actitud completamente lógica y razonable. En definitiva, se trata de un diagnóstico casi por descarte, en el que priman la exploración clínica evolutiva y la electromiografía como única prueba complementaria, que tampoco es específica.
En cuanto a la electromiografía, se han venido desarrollando protocolos de estudio que permitan establecer un perfil de sospecha cada vez más eficaz, pero que no sustituyen al criterio puramente clínico. Otra técnica neurofisiológica, la estimulación magnética transcraneal, puede detectar en pacientes de ELA cambios muy precoces en el sistema nervioso central, aunque también inespecíficos.
En la actualidad, el único tratamiento efectivo para la ELA es farmacológico: el riluzol aumenta la supervivencia en unos pocos meses. En cuanto a la atención clínica multidisciplinar y las medidas de cuidados paliativos, sabemos que aumentan la supervivencia, pero este tipo de atención no requiere de forma urgente un diagnóstico precoz y específico, porque se establece en base a criterios de pérdida de función y calidad de vida. El reto aparecerá cuando dispongamos de un tratamiento efectivo.
Como es lógico pensar, la efectividad de este tratamiento sería mayor si se instaura en fases precoces de la enfermedad. Alguien podría pensar que en el momento actual no es muy importante establecer rápidamente un diagnóstico, ya que el tiempo establecerá una clínica clara, y además da igual porque la ELA no tiene tratamiento curativo; esta consideración es errónea y carente de ética por tres razones: el diagnóstico diferencial precoz descarta, pero también confirma, otras enfermedades tratables cuya terapia no puede retrasarse; en segundo lugar, pueden existir otras enfermedades concomitantes a la ELA, con síntomas y signos superpuestos, potencialmente tratables. La tercera razón es esperanzadora: cuando tengamos un tratamiento efectivo, debemos estar preparados para realizar un diagnóstico diferencial y muy precoz y específico –dada la rapidez en muchos casos de la progresión de la enfermedad- y debemos de estar preparados ya. Además, el propio paciente y sus familiares demandan una información clara y sin confusiones, ante un proceso que va a convertir al paciente en un gran dependiente y a sus familiares en cuidadores que afrontan una enfermedad mortal.
Cuando dispongamos un tratamiento eficaz, habrá que establecer si se instaura precozmente en sujetos positivos para el marcador de ELA y asintomáticos, si se comienza cuando las pruebas diagnósticas revelen degeneración incipiente del sistema nervioso o por el contrario, si se inicia con los primeros síntomas clínicos.
En todo caso, debemos desarrollar técnicas diagnósticas sensibles y específicas para afrontar este reto, porque de lo contrario, al tiempo perdido en encontrar un tratamiento eficaz, se sumará el tiempo necesario para poner a punto dichas técnicas. Además, el desarrollo de las mismas puede derivar en beneficios colaterales para el diagnóstico de otras enfermedades degenerativas del sistema nervioso y para la comprensión de la fisiopatología de la ELA y de esos otros procesos, y también son necesarias para controlar la progresión de la enfermedad y su respuesta al tratamiento.
En resumen, es imprescindible que tanto los propios pacientes como los profesionales sepan lo importante que es un diagnóstico rápido, de cara al tratamiento de los futuros enfermos de ELA
ResponderEliminarEfactivamente. En teoría, el diagnóstico de ELA no ha de presentar dificultad alguna desde el momento en que la clínica llega a ser típica, pero no estamos acostumbrados a un proceso diagnóstico especialmente acelerado. Y tal rapidez sería necesaria si se desarrolla un tratamiento, y es conveniente además en la actualidad, ya que el comienzo de una atención multidisciplinar lo antes posible alarga aún más la supervivencia.
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